El árbol de cuya rama nacía Eugenia, los Campos
y Sanjuán, crecía con buena casta, savia genealógica de apellidos renombrados
en una Granada de floreciente industria y comercio extenso que tenía los días
contados. En una Granada convulsa cuando los capitales comenzaron a mermar;
agitada por la usura y unos castillos de arena que a alto costo arrendaban a
los campesinos. En una Granada ansiosa por recuperar su trono de reina nazarí,
un trono del que nunca más se supo; impulsada a cosmopolitarse empujada por los achuchones de algunos ciudadanos
muy europeos ellos y tocados con la varita mágica de una alcancía repleta de niquelados reales. Allá
iban y venían, parecía que todos a una, pero nada más lejos de la realidad.
Cada uno a su avío. Entre tanto el Darro, el río, dividía la ciudad en dos. En
un bando el pueblo llano, preocupado de
la fertilidad de sus campos, de su manual artesanía, de su servil destino; en
la otra orilla hacendados, empresarios, letrados, caballeros veinticuatro,
militares de alto rango, condes, duques, terratenientes y demás titulillos
nobiliarios heredados o adquiridos en pagos de prenda por los servicios
prestados. EL río, arma de doble filo,
otorgaba el don de la vida, pero
al parejo la quitaba y cuando a su cauce se le hinchaban las narices, arremetía
contra sus puentes, brincaba por alto y discurría a su antojo arrasando cuanto
le estorbaba al paso. Esta causa, unida a la búsqueda de una salubridad que
durante julio y agosto brillaba por su ausencia, fueron motivos suficientes para
reunir a los mandamases y presentar batalla al líquido enemigo. Unanimidad hubo
en la decisión y para contener el mal genio que gastaba el Darro cuando se le
venía en gana, para combatir sus pestilencias y malos humos, discurrieron, las
cabezas pensantes de la época, enterrarlo. “Se concibió de noche, en una noche funesta para
nuestra ciudad”, diría Ángel Ganivet. En
el resto de España, tres cuartas de lo mismo: el pueblo viéndolas venir ,
capeando miserias y enfrascado en luchas por la Libertad; liberales,
progresistas, conservadores, románticos, todos intrigando y conspirando en aras
de la Patria; los encargados de las riendas del país mirando por un ojo bisojo,
bizco perdido, los intereses de España y por el otro, centrado en su eje, puesto
en rangos, laureles y agasajos; Doña Isabel, la napolitana, reinando y sin
enterarse de la misa la media; el Imperio dando sus últimos coletazos, como
ballena gigante herida de muerte varada en la constitucional playa de Cádiz.